viernes, 22 de julio de 2011

Dejar de parecerse a sí mismo

El conmovedor hincha de Huracán que, portátil en mano, festejó el gol de Christian Cellay sobre la hora a Gimnasia se convirtió en una suerte de símbolo de este final del Clausura 2011. Un pibe que desde la popular, con una radio en la oreja (ni Ipod, ni celular) espera, absolutamente desesperanzado, una vida más para su equipo, y luego del gol de Boca festeja, sólo, con gestos cargados de pasión e inocencia, encierra en sí mismo varias de las sensaciones que motoriza el fútbol en su manifestación más genuina, los hinchas.
Esta semana, el hincha quemero, twitteó un mensaje que calza justo en la horma de lo que pasó y lo que puede pasar con River. La posibilidad que otorgan las redes sociales de que todos aquellos que tengan algo para decir puedan hacerlo y alguien lo tome –en ciertos casos–, permite descifrar qué es lo que piensa eso que se llama “la gente”, o en el fútbol “hinchas”. Lejos de la prosa dramática e invadida de miedo que se eligió para describir el descenso, Rodrigo Cid escribió en menos de 140 caracteres: “Cuando se hace todo mal, después las cosas salen peor. Gracias por los mensajes de apoyo. Arriba en la vida hay cosas peores”. Los patos le disparan a las escopetas, ¿verdad? Algunos hinchas le ponen paños fríos a un descenso, el periodismo habla de catástrofe.
Esto no hace más que abonar a una tendencia que floreció en los últimos años. Alguna parte del periodismo deportivo ya no opina fanatizada por un club –lo cual dejó de ser un prejuicio dentro de la profesión–, sino que se comporta como tal, habla como tal, razona como tal y le da al partido de hoy el clima que un fanático le puede dar a una instancia como ésta, de “vida o muerte”.

Pasión. No se trata de subestimar el sentimiento. El fútbol es una manifestación cultural que atraviesa a todos (inclusive a quienes lo desprecian) y tiene un rebote mucho mayor en momento como el de River, uno de los clubes con más hinchas en Argentina. Ese factor identitario, ese legado fuertísimo que en muchas familias significa “ser” de un club como el abuelo y papá, esa posibilidad que otorga de volver a sentirnos niños durante 90 minutos, de creernos todo lo que pasa en un partido, de estar en ese estado puro de inocencia, es muy reconfortante cuando se ganan copas y campeonatos, pero muta en una tristeza horrible cuando un equipo está por descender. Porque no desciende el equipo, el que desciende es uno.
Ahora, en ambos casos, la gloria futbolera y la derrota, una vez que termina todo, va a parar a otro lado. Cuando el hincha “se baja del colectivo”, vuelve a ser quien es. Lo resumió así César Menotti hace unos años: “Cuando el hincha llega a la casa, ¿qué, se le acaban todos los problemas si su equipo sale campeón del mundo o aparecen todos si sale último? No, vuelve a sentirse un objeto en una sociedad como la nuestra”.
Antes y ahora. Analizar este partido en términos de vida o muerte, siempre es más fácil, entre otras cosas porque impide el ejercicio de la memoria. Circunscribe todo el panorama a los 90 minutos que se juegan hoy, al Negro J. J. López, a los jugadores, al presidente. Todos ellos cargan con la cruz de ser la cara visible del peor momento en la historia del club. Son ellos los receptores de una crisis pesada, institucional, económica, futbolística, pero ante todo identitaria. River sufre hoy como nunca el hecho de haberse dejado de parecer a sí mismo. Descubre, hoy, el error crucial de haber tenido durante tantos años en el poder a un progresista de manual como José María Aguilar y padece cómo su administración estuvo tan cerca de la triangulación de las transferencias de futbolistas, como lejos del fomento de los jugadores de divisiones menores, la marca registrada del club; se desayuna de que darle el poder a los barras no es ceder el color y las banderas que visten el Monumental, sino que conlleva verdaderos riesgos donde el lema “matar o morir” sí es palpable de manera literal; River se está dando cuenta de que equipos como el último campeón dirigido por Diego Simeone en el Clausura 2008 no le suman nada más que una triste copa a las vitrinas de hall; se entera de que llevar una careta de un personaje de dibujos animados que representa a un jugador circunstancial del club como Fabbiani no agrega color, sino que resta identidad.
También el club, hoy, levanta la alfombra y ve que metido allí debajo, entre los responsables está Daniel Passarella, de los defensores, el más grande que pasó por el club. Desde que asumió el mando de máxima autoridad, no mostró signos de cambios en su manera de interpretar su liderazgo en referencia a cuando era técnico y jugador: el poder siempre deber estar atomizado fuertemente a su persona. Claro que esto es mucho más difícil cuando se trata de manejar un club, una situación más, muy diferente a elegir once jugadores y hacerlos jugar bien o a llevar la cinta de capitán. En alguien que no tiene experiencia en el rubro de dirigente, escuchar es imprescindible. Pero éste no es un verbo que domine la personalidad de Passarella.
No obstante, hasta la fecha 14, en la que River se enfrentó con Boca y tenía la esperanza de pelear más arriba que abajo, no se levantaban mayores voces en contra del plantel, del cuerpo técnico y del Gran Capitán. No había mayores signos de este desenlace. A la debacle mental, se sumó la futbolística, y en un fútbol como el argentino, donde te dormís campeón y te levantás canillita (y viceversa), River ni se amigó con esa lógica ni hizo pie.
En 90 minutos se sabrá cómo sigue su historia. Sin dos de sus jugadores más importantes (Almeyda y Ferrari) deberá enfrentar a Belgrano, un equipo que no demostró estar dos goles arriba en el partido de ida, pero que lleva las de ganar.


Christian Rémoli

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