jueves, 14 de marzo de 2013

¿Sólo los pobres miran televisión?

Los pibes que andan por la calle y los jóvenes que pueblan las cárceles tienen en común no sólo su procedencia de hogares llamados pobres sino familias fracturadas. Muchos de ellos, por ejemplo, no conocieron a sus padres biológicos. La mayoría de la sociedad se refiere a “la familia” como una categoría que no requiere mayores explicaciones. Para esos pibes marginados o marginales, muchas veces “la ranchada” ocupa el lugar de la contención y la pertenencia básica. El concepto surge de aquella ranchada carcelaria, de jerarquía de ladrones en serio, o que al menos en la mitología popular los ladrones de antes “tenían códigos”. Pero las actuales variantes de ranchadas van desde los miles que viven en las calles de las grandes urbes hasta los pibes que se juntan a tomar cerveza y compartir porros en las esquinas, cuyos estímulos básicos pasan más por la identidad futbolera y musical. No es peyorativo. Es descriptivo. Pero ninguna descripción es neutral. Tampoco la de este cronista, cuyos gustos en materia deportiva o cultural podrían ser exhibidos para ser diseccionados a la vista crítica de cualquier curioso que no sea complaciente con mis propios estándares o deseos personalísimos. Poniendo un poco más de vinagre en esta ensalada podría decirse, al menos en el caso argentino, lo siguiente: hace dos décadas, un grupo de políticos y empresarios, constituidos como clase dirigente, con legitimidad constitucional, mandaron al tacho a tres de cada diez ciudadanos. Los expulsaron del sistema laboral y redujeron todos los mecanismos de educación, salud y seguridad para que esas personas se las arreglaran en ghettos, ya sea villas miseria o mutando de lugar y de identidad de modo brutal. Diez años después, tratando de reconstruir redes sociales, esas mismas personas o sus hijos son invitados a ser incluidos. Acá se podrían decir dos cosas: que esa inclusión es la oferta de volver al sistema que antes los echó o que es una invitación a ser parte de una trama colectiva que respeta sus derechos. Las dos cosas son ciertas, porque las empresas, para ganar dinero, necesitan mano de obra calificada y disciplinada. La creación de algunos millones de puestos de trabajo (las estadísticas dicen entre cuatro y cinco) revela que la gran mayoría de los humillados obreros dejaron de lado su angustia y se pusieron la camiseta. Sabiendo, desde ya, que el patrón se lleva la parte del león. Pero hay una parte de la sociedad a la que no le llegó esa invitación o, dicho de otro modo, hay una cantidad de gente, sobre todo joven, cuya identidad no se construye a partir de aceptar que el esfuerzo, el sacrificio diario, es la base de la felicidad. Muchos pueden creer que viajar en tren tres horas diarias para ir al laburo es para los giles. Además, no se reconocen en el trabajo como un lugar de pertenencia. Recordemos que un porcentaje importante (no menos de tres de cada diez) están sin registrar, y que otra parte de ellos están registrados pero tienen que bajar la cabeza y cobrar una parte en negro. En fin, el mundo del trabajo en el capitalismo no es un jardín de infantes. Hace ya cuatro décadas, en los cines de la avenida Corrientes, muchos jóvenes veían películas como La clase obrera va al paraíso, donde la famosa alienación del sistema podía verse en clave de comedia. En el film, Gian Maria Volonté interpretaba a Lulú, un operario entregado a su labor de poner tuercas en tornillos que se daba ánimo diciendo “un pezzo un culo, un pezzo un culo”. Hasta que Lulú pierde un dedo y se vuelve el más combativo. Elio Petri, el director, no concede nada, porque los propios militantes miran al pobre Lulú como un tipo ajeno a ese mundo de iniciados. Volviendo a los pobres, no hay dudas de que entre el discurso de los políticos progresistas y populares y los intereses concretos de los empresarios hay una distancia considerable. No es que unos y otros no sepan que juegan juegos distintos. En la actual mirada, la del kirchnerismo, los planes sociales, especialmente los de tipo universal como la Asignación Universal por Hijo, son una malla de contención y un estímulo a la movilidad social ascendente. A los empresarios, básicamente, les interesa mantener la rentabilidad. Aunque se quejan de los aportes a la seguridad social, de los impuestos, de la falta de créditos y también de los ajustes salariales, podría decirse que se bancan esta etapa de la Argentina. Pese a que no es lo mismo un tallerista de veinte obreros que una multinacional, tampoco hay que pensar al empresariado argentino como parte sustantiva de un cambio a largo plazo. Por el contrario, la gran mayoría de los empresarios usan la táctica del Mostaza Merlo, paso a paso. El largo plazo, en su filosofía, es para los ingenuos. Y allí hay una buena parte del refugio en el dólar y una gran dosis de pragmatismo político de subirse al caballo ganador. No podría decirse que los empresarios que hacen giras oficiales lo hagan por haber avanzado en la competitividad o por haber invertido a largo plazo. Más de uno, en voz baja, cuenta que de esa manera arreglan para poder incrementar sus importaciones, con fórmulas que sólo entiende algún secretario de Estado que los invita a giras oficiales. Esto no es ajeno a hablar de la pobreza. Es un poco frustrante que muchas madres no vayan a la oficina de la Anses a tramitar la Asignación por Hijo y que tengan que ir los funcionarios del programa hasta su casa. Pero si hay imperfecciones en los sectores excluidos, también las hay entre los que les ofrecen incluirlos. Y ventilar las realidades suele ayudar a combatir un poco la hipocresía. Es cierto que la Argentina hace una inversión en planes sociales muy alta y que la mayoría no se rigen por criterios clientelares. Pero también es cierto que si ya no va a haber trabajo para todos y todas, como lo indican las tendencias mundiales tanto por la crisis financiera como por los nuevos paradigmas de productividad en base a paquetes tecnológicos que reemplazan a las personas, eso requiere más y mejores debates. Porque con esos planes sociales no se puede parar la olla ni conformar una identidad donde los excluidos se den por bien incluidos. Los niveles de desigualdad social y económica en los que vivimos son tan altos, que debería haber antropólogos no sólo para husmear en la diversidad cultural de los pobres. Es cierto que esos estudios a veces sirven para los programas de ayuda social. También debería haber investigadores sociales que puedan indagar por qué los ricos son tan apegados a sus propiedades y a sus privilegios. Así se podría establecer un sistema impositivo que los contemple. Para incluirlos, pero incluirlos a los hábitos de los comunes. Hace poco, Barack Obama fichó para su gabinete a una joven economista francesa que hizo una carrera brillante en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Esther Duflo, la mujer en cuestión, no se dedica a informática ni a nanotecnología, sino a estudiar la pobreza. Parece que su gran prestigio deviene de caminos un poco más prácticos que las donaciones de las fundaciones de los multimillonarios. En cambio de darles unos millones a una líder –real o virtual– para que ella administre, la economista Esther Duflo propone algo más sensato, como por ejemplo entender que muchas veces, para que la gente se vacune, no alcanza con ofrecer un kilo de lentejas en el puesto sanitario sino que es preciso ir al lugar donde viven los pobres. La joven Duflo parece más desenvuelta y menos prejuiciosa que los presidentes de las fundaciones de los bancos que últimamente están perdiendo imagen. Para avanzar en resultados concretos, entre los estudios de los equipos del laboratorio que dirige en el MIT, formulan preguntas de aspecto desprejuiciado como “¿por qué un pobre prefiere comprarse un plasma en cambio de leche y carne para todo el mes?”. Si este molesto cronista pudiera hacer un estudio, le preguntaría a la nueva asesora del señor Obama si sus padres o ella misma no compran plasmas para ver televisión. Claro, cuando los incluidos ven televisión hacen lo que les gusta. Los pobres, parece, deben estar en observación.

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