viernes, 28 de octubre de 2011

UN MAESTRO, de Guillermo Saccomanno

Pasado un tiempo de aquello, a pesar de lo que opinaban mis compañeros, Rawson para mi era una tranquilidad. “Compañeros, esto será una heladera”, les dije, “pero de acá se sale. Hay que aguantar, hay que tener paciencia hasta un plazo que desconocemos, pero de acá salimos”. El fantasma de los interrogatorios quedaba atrás. Con un grupo de compañeros conversamos una estrategia de sobrevivencia. La primera regla era que los celadores no eran enemigos. Eran un instrumento del enemigo. Teníamos que entender que estaban condicionados por su clase, que de tan sometida, los habían vuelto contra nosotros. No debíamos tenerles bronca a estos pobres Cristos. Si caíamos en el odio, el odio terminaría destruyéndonos a nosotros. No podíamos dejar que ningún compañero se cajeteara. Es decir, que se diera una manija optimista. Porque de ese entusiasmo de caía profundo y después no se levantaba más. Había que evitar la depresión. Porque la depresión en la cárcel es contagiosa y puede llevar al suicidio. Había que estar atento, hacer algo por el compañero que se hundía, y hacerlo era una manera de hacer algo por nosotros mismos. Me acordé de una experiencia de Pichón Riviere en el Borda durante una huelga de enfermeros. Dispuso que los locos menos locos cumplieran el rol de los enfermeros. Y se dio cuenta de que cuando ese loco curaba a un compañero, se sentía útil y se curaba él. En la medida que nosotros ayudábamos a un compañero, nos ayudábamos a nosotros.

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